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martes, 15 de noviembre de 2016

7ª Jornada/X año: Miércoles, 2 de noviembre de 2016

El juez Fenoy

Los siete miembros del jurado se pusieron de pie cuando entró el señor juez. Pero no lo hicieron por formalismo o por espíritu de servidumbre o por peloteo, no: lo hicieron porque tenían al magistrado por un tipo honesto y simpático, lo que podría parecer un oxímoron, pero que -al menos en este caso- no lo era.

-Siéntense- pidió el señor juez. En lugar de martillo, portaba una flor y un poema en cada mano. 

A su voz todos se sentaron.

Abrió el turno de intervenciones la miembro del jurado Rocío, quien confesó no traer alegación alguna, tampoco por escrito. Justificó esta circunstancia con el tiempo que le habían ocupado las diligencias previas emprendidas con el objeto de presentarse al Premio Tiflos de relato. “Muy ciegos tienen que estar esos del Tiflos si no te premian”, declaró un colega desde el estrado. El comentario, aunque iba en serio, hizo que estallasen las risas en la sala. Entonces, el señor juez llamó al orden y rogó a los concurrentes que se rieran un poco más.

El siguiente turno correspondió a Juan Manuel. Juan Manuel comenzó su exposición con un texto manuscrito de atmósfera “borrascosa” que pronto se tornó en tormenta perfecta, tras la metamorfosis sufrida por el narrador, que pasó de tercera a segunda persona del singular. Ante la falta de visibilidad, Juan Manuel se vio obligado a abandonar la lectura. Sus colegas le absolvieron al no observar en ello el menor rastro de dolo. “Un gatillazo lo tiene cualquiera”, opinó incluso algún abogado de oficio con ganas de continuar con la guasa.

Mientras tanto, el reo no sabía si frotarse las manos o si asustarse. ¿Qué clase de condena puedo esperar de semejantes testigos de cargo? Lo tengo chupado, se decía. O crudo, según se mirase.

El tercer miembro del jurado en intervenir fue Juan Antonio, con un alegato-poema titulado “Otoño apalabrado”: “Los drones y robots tienen grabados / las huellas del deseo en sus empeños”, recitó con voz de barítono. El jurado en coro asintió en señal de aprobación, aunque el de Colmenar quiso añadir más argumentos: “las palabras sonríen con su Gloria / hablan con el asfalto y con las rosas: / dais el color del oro a mi memoria”.   

Los versos-prueba presentados por Juan Antonio convencieron a la concurrencia, incluido el señor juez, quien a estas alturas del procedimiento decidió tomar la palabra. Enemigo de la solemnidad de togas y puñetas, conocido en el mundillo como el juez Fenoy o simplemente Paco, querido por todos, el magistrado desbrozó varios de sus haikus laborales (¿quién habló de oxímoron?…). He aquí uno: Fin del trabajo / Brotan nuevas mareas / Arde la lluvia. Y he aquí otro: Ardió el trabajo / Se transforma y amplía / Irradia luz. Antes de conceder la palabra al cuarto miembro de jurado, Paco apeló a la jurisprudencia y recordó a los presentes el histórico litigio que enfrentó a Luis de Góngora, sacerdote y progresista, con Francisco de Quevedo, literato y conservador, esgrimiendo en defensa del primero su famoso e ingenioso poema “Hermana Marica”.   
  
En el juicio había comenzado a imponerse el juicio (valga la redundancia), lo que vedó al reo la oportunidad de entonar un triste ¡protesto! La cosa se estaba poniendo fea. O hermosa, según se mirase. 

Tras el magistrado tomó la palabra el miembro del jurado Javier. Su informe llevaba por título “Decálogo de la desconfianza” y, según advirtió, tenía truco. Javier leyó: “Desconfía de quien te habla sin mostrar sus ojos / de los cuchillos que guardas en el cajón / que perdieron su filo / de los sapos ventrudos que habitan los poemas”. Entonces, llegó el verso decimoprimero, número ordinal que encerraba la clave del juego: “Desconfía de quien te dice en lo que debes desconfiar”. “¿Desconfía también de un decálogo que cuenta con once puntos?”, le interpeló un fiscal que pasaba por allí, vestido de payaso. En la sala fue creciendo un murmullo, por lo que Javier, ad probationem y con la venia de Paco, aportó varios poemas más, nacidos de su viaje a Chile, futuros integrantes de un libro futuro. Uno decía: Santiago descansa su día de trabajo / Es momento de dejar / que la tarde resbale / por mi piel / haciéndome parte de los árboles y los bancos. Otro hablaba de vino: El vino que recorre / mi nariz y mi boca / El silencio del vino / en mi garganta.

Un poco ebrios, los asistentes encararon la parte final del proceso, dispuestos a escuchar al último miembro del jurado, Ana Gonz. Ana trajo dos micros escritos en su despacho ubicado en pleno centro de un vagón de Metro. El primero arrancaba así “Arrojaste / las manos amoratadas y suplicantes…”, y describía los terribles delitos de mutilación y asesinato en grado de tentativa cometidos en unas vías de tren. El segundo comenzaba “Tiraste / de la cuerda vieja y rota…”. Sus colegas coincidieron en afirmar lo vigorosas que eran las chicas de Vigo, pero también en recomendarle una revisión de este segundo texto, para su próxima lectura en una próxima vista.    

El señor juez levantó la sesión. Leo Varela llegó a tiempo para unirse y participar en las deliberaciones del jurado, que en minuto y medio, había emitido su veredicto. Fue Paco el encargado de dar lectura a la sentencia, para lo que se puso de pie:
“Agracio al reo David Lerma con la escritura de la bitácora correspondiente a la jornada del 2 de noviembre de 2016”   

A día de hoy, el reo ha cumplido tres cuartas partes de la condena, y disfruta de un merecido tercer grado que le permite ir a dormir a la cárcel y pasar el día con su familia. Su libertad definitiva depende tan sólo del dictamen del juez de vigilancia penitenciaria, quien ha de resolver si está rehabilitado o no para su reingreso en la sociedad.


David Lerma Martínez
9 de noviembre de 2016

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